De los artefactos construidos colectivamente por el hombre, las ciudades son blanco regular de críticas. Constituye toda una tradición hacer observaciones a ciudades completas, zonas o fraccionamientos específicos. Haciendo gala del mismo poder con que imantan población e inversiones, nuestras ciudades capitalizan reproches que alcanzan, incluso, tonos catastróficos. Con todo, existen voces que hospedan una narración favorable sobre la totalidad de la ciudad o sobre sus partes. Predominantes en el ámbito patrimonial, turístico e incluso en el campo educativo, las miradas propicias sobre la ciudad han logrado anidarse en algunas instituciones. Los Museos de Ciudad pertenecen a la lista.
Como se sabe, durante la segunda mitad del siglo XX, el circuito de la alta cultura agrega un nuevo integrante a su repertorio: Museos de Ciudad. Aunque también los hay consagrados a zonas, barrios o asentamientos (existen Museos sobre favelas), ahora nos concentraremos en los que narran el ayer de una ciudad que hoy puede ser una urbe. ¿Qué podemos decir sobre ellos? Ubicados en áreas centrales, hospedados en edificios patrimoniales y financiados, generalmente, por el erario fiscal, los Museos de Ciudad elaboran una visión encomiástica sobre una ciudad que dicen espejar.
De un modo tradicional, los Museos de la Ciudad descansan en las muestras permanentes de sus colecciones originales antes que en la variabilidad brindada por exposiciones ocasionales ¿Qué podemos encontrar en sus exhibiciones? De entrada, el pasado rural brinda la escenografía para el cometido de los pioneros colonizadores. Aunque su presente sea completamente urbano y muchas veces hasta cosmopolita, la arcadia rural es un hito identitario contenido en la figura del paisaje original.
Con seguridad, si la Municipalidad o el gobierno metropolitano dispone de recursos y espacio, el Museo exhibirá una reproducción a escala de la ciudad urbanizada. ¿Cuál es la prosperidad que se busca representar tridimensionalmente en esa miniatura deshabitada? En no pocas oportunidades, la maqueta nos remite a un momento exultante, pero sin data rigurosa. Inadvertidamente, la representación liliputiense prefiere ilustrar la inauguración de una obra pública antes, por ejemplo, que el estropicio causado por una catástrofe flamígera. Volveremos sobre este punto al final.
¿Qué más albergan los Museos de Ciudad? Casi con seguridad, una galería de personalidades públicas, en su enorme mayoría hombres. ¿Por qué están ahí? Para el saber oficial, su presencia es obvia y muchas veces nos remite a un cargo ostentado, generalmente público.
Omitamos lo que son y preguntémonos por lo que no son o por lo que no tienen los Museos de Ciudad. La lista de ausencias es más larga que la de presencias. Los Museos de Ciudad no suelen atender desafíos urbanos cardinales ni tampoco problemáticas. Substitutivamente, las muestras prefieren narrar, a la manera de una historia localista, cronológica y descriptiva. Su idea es hacer un elogio edificante.
Como era presumible esperar, las voces disruptivas no están contenidas en el Museo como tampoco la condición efímera y también intangible que la vida urbana casi siempre supone. No debiera llamar a sorpresa que si agregamos el Archivo de la Ciudad al análisis (generalmente contiguo al Museo), el resultado es igualmente conservador. En una frase, la criba de documentos sigue un patrón obsecuente al consagrado por el Museo ya que lo que se suele coleccionar son las expresiones locales de los poderes predominantes. Por lo tanto, los archivos de ciudad suelen desinteresarse por los habitantes ordinarios y sobrerepresentan a los conspicuos.
El municipio, en el caso que la ciudad esté contenida en una sola unidad administrativa, suele ser el pilar de un Museo y del Archivo. No es raro que las actas del Consejo Municipal o los oficios de las autoridades urbanas, sean piezas cauteladas con llamativa preocupación.
Al finalizar, volvamos la vista nuevamente en el Museo de la Ciudad y reflexionemos sobre si podría ser algo más que una suerte de notario obsecuente. Aunque la respuesta es sí, arranquemos con dos observaciones finales: a) Los Museos de Ciudad fuerzan recorridos que desahucian el contrapunto con interrogantes cardinales. b) Orientados a narrar el progreso edilicio, la linealidad cronológica de los Museos suele anestesiarnos del conflicto urbano en cualquiera de sus expresiones. Como se dijo antes, los procesos urbanos, usualmente inadvertidos, son desafiliados del guión, exiliados del escaparate y vaporizados del díptico.
Con todo, y pese a la filigrana conservadora que los museos generalmente exudan, su existencia no está condenada a un pasar tradicionalista. Alternativamente, ¿podemos imaginar a los Museos menos dependientes de sus colecciones permanentes? A riesgo de desnaturalizarlos, algunos establecimientos están orientándose en otras direcciones. De ser posible, alterar su derrotero y preferir, por ejemplo, una trepidante política de exhibiciones, es una opción que visibilizaría la diversidad que la ciudad siempre anida. De cumplirse tal aserto, entonces: ¿vamos al Museo?
* El presente artículo se nutre de dos intervenciones y también de algunas pláticas. La primera ocurrió en el marco de un encuentro ciudadano: “Ñuñoa: patrimonio cultural y experiencia territorial”, verificado el 26 de septiembre del 2009 y organizado por Cultura Mapocho. La segunda corresponde a una intervención elaborada para el Seminario Archivos Urbanos, organizado por la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, y que tuvo lugar el 08 de octubre del 2009. El cierre del artículo, se inspira en varios diálogos sostenidos con Valentina Rozas, Rodrigo Millán, Ricard Vinyes y Carolina Aguilera.
* Gónzalo Cáceres Quiero. Historiador y planificador urbano. Profesor del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Pontificia Universidad Católica de Chile. gacacere@gmail.com
* Colaboración especial para Cultura Mapocho.