En 1908 Luis Orrego Luco publicó su novela “Casa Grande” generando una larga polémica entre los sectores aristocráticos de la sociedad santiaguina. “La sociedad entera se sentía arrastrada por el vértigo del dinero, por la ansiedad de ser ricos pronto, al día siguiente. Las preocupaciones sentimentales, el amor, el ensueño, el deseo, desaparecían barridos por el viento positivo y frío de la voracidad y el sensualismo”, escribió Orrego Luco en un intento de justificar los temas de su novela y así aplacar un poco el escándalo de revelar lo que estaba oculto.
Algunos sostienen que la novela desencadenó el primer gran escándalo literario del siglo XX, y otros como Domingo Melfi, la describen como “la más sorda tempestad que libro alguno haya provocado en Chile” y sostiene que, al presentar los vicios y debilidades de una sociedad que en la superficie aparecía bañada en el suave brillo del esplendor, Orrego Luco cometió un “delito” que no podía quedar sin sanción inmediata. Domingo Melfi afirma que la novela saca a la luz pública ese “vértigo del dinero” que trastoca los valores tradicionales de la élite y que muestra cómo está surgiendo un nuevo tipo de sujetos, “los aventureros de la política, los especuladores de la bolsa, una banda de parásitos y de oportunistas sin escrúpulos para los cuales sólo el dinero tiene valor.”
EmilioVaisse, el sacerdote francés, redactor de El Mercurio y crítico literario que inauguró la disciplina en Chile bajo el seudónimo de Omer Emeth, sostuvo que Orrego Luco era comparable a Maupassant y que “Casa Grande” era una obra que con los años mostraría su enorme importancia.
Sin embargo, otra crítica literaria más conservadora, con Alone a la cabeza, restó valor a la obra y la iglesia católica sostuvo que se trataba de una obra inmoral y contraria a los principios religiosos al ver, en la crisis matrimonial de Gabriela Sandoval y Ángel Heredia, los protagonistas del relato, argumentos a favor del divorcio. El éxito de la novela llegó al punto en que obligó a Zig-Zag a reimprimirla tres veces en seis semanas consecutivas, luego de vender 6 mil ejemplares.
Santiago hace unos 100 años atrás
El Santiago en que transcurren los “hechos” de la novela es una ciudad que ha sufrido importantes cambios que expresan la idea ilustrada de la “transformación” como expresión del urbanismo y el progreso, y en ese marco, las obras iniciadas hacia 1870 con los trabajos del Intendente Vicuña Mackenna comienzan consolidarse y a dar una cara más moderna a la urbe. Pero el Santiago de la primera década del siglo XX es también una ciudad en tensión: por un lado manifiesta un significativo crecimiento poblacional y una notable expansión urbana, al tiempo que aparecen numerosos problemas sociales, confrontaciones y oposiciones entre las variadas demandas sociales, la presión inmobiliaria y la creciente inversión pública.
La ciudad en 1908 cuenta con más de 350.000 habitantes, apenas un 10% del total de la población nacional, y se ha duplicado desde fines de la Guerra Civil de 1891. Las transformaciones urbanas movilizadas por la creciente inversión pública, especialmente las que facilitan el ocio de los aristocratizados santiaguinos, se expresan en la canalización del Mapocho y el comienzo de los parques de ribera, la consolidación del Paseo de la Cañada, en los jardines del cerro Santa Lucía, en los inicios de la forestación del cerro San Cristóbal y en la instalación de la efigie de la Virgen en su cima, pero sobre todo, en la creación del Parque Forestal con sus amplios corredores arbolados. Pero como no se trata sólo de mejoras en el paisajismo, también se levantan nuevos y grandes edificios públicos como el Palacio de Bellas Artes, la Estación del Mercado, hoy Estación Mapocho, el nuevo edificio de los Tribunales de Justicia, y se mejoran, ya era hora, algunos servicios urbanos como la regularización y ampliación de las redes de agua potable, la red de alcantarillados y la de electricidad, que permitió la llegada del servicio de locomoción colectiva en base a tranvías eléctricos a amplias zonas de la ciudad, e incluso a algunas poblaciones aledañas. Esa era la ciudad “propia, culta y cristiana”, la ciudad de los protagonistas de la novela.
La tensión en la ciudad la van a poner los pobres, los que no aparecen aún en las novelas, pero que sí están presentes en las calles y sobre todo en los arrabales. Los pobres vivían, hacia la fecha, hacinados en conventillos insalubres o en ranchos precarios construidos en terrenos arrendados “a piso”, sin servicios de ningún tipo ni agua potable. De esos 350 mil santiaguinos, cerca de un 20%, más de 75.000 personas, vivían hacinadas en 1.600 conventillos. La esperanza de vida al nacer alcanzaba a los 31 años y las enfermedades como la viruela eran endémicas, calculándose que los fallecidos por su causa, entre 1880 y 1907, habían llegado a las 73.000 personas, mientras que los apestados alcanzaron a los 144.000. En la capital, durante 1907 el 50% de los muertos, unas 2.100 personas había caído presa de la peste, años después de que las campañas de vacunación obligatoria habían sido rechazadas en nombre de la libertad y el derecho individual. Si la viruela era la primera causa de muerte de los santiaguinos, la tuberculosis mataba al 30%, y los restantes morían de tifus, sarampión, coqueluche, escarlatina, difteria, erisipela y cáncer.
Pero los pobres no sólo mueren presas de falta de higiene, la mala calidad de vida y la falta de servicios, también caen bajo las balas de la policía. Las grandes urbes del país venían sufriendo los sucesivos estallidos sociales asociados a las protestas y motines urbanos propios del desfase entre las nuevas formas de organización del trabajo industrial y las antiguas organizaciones de trabajadores urbanos, mineros y campesinos, como las mutuales, las federaciones de sindicatos y las organizaciones de resistencia aparecidas al calor del creciente y desigual proceso de industrialización y sus nuevas formas de disciplinamiento social. Así los obreros muertos caen en la calles de Valparaíso en 1903, en Santiago en 1905, Antofagasta en 1906 y en Iquique en 1907. Se cuentan por cientos sino por miles.
Ese es el Santiago de “Casa Grande”, en el contexto de un país que crece, con altos y bajos. Una ciudad que aparece, en una mirada tradicional y, a veces, estrecha, pero que se cuela con fuerza en una de las primeras novelas urbanas.
Un aspecto de la ciudad novelada
A continuación, un extracto de las primeras páginas del libro en las que relata la fiesta de la Nochebuena en la Alameda, con el festivo pasar de los santiaguinos durante las celebraciones del fin de año, en el paseo que fuera el gran espacio de la Alameda arbolada y convertida en la Alameda de las Delicias durante el mandato de B. O’Higgins:
“Sonata de Primavera
I.- Alegre, como pocas veces, llena de animación y de bulla, se presentaba la fiesta de Pascua del año de gracia de 190… en la muy leal y pacífica ciudad de Santiago, un tanto sacudida de su apatía colonial en la noche clásicas de regocijo de las viejas ciudades españolas. Corrían los coches haciendo saltar las piedras. Los tranvías, completamente llenos, con gente de pie sobre las plataformas, parecían anillos luminosos de colosal serpiente, asomada a la calle del Estado. De todas las arterias de la ciudad afluían ríos de gente hacia la grande Avenida de las Delicias, cuyos árboles elevaban sus copas sobre el paseo, en el cual destacaban sus manchas blancas los mármoles de las estatuas. Y como en Chile coincide la Nochebuena con la primavera que concluye y el verano que comienza, se deslizaban bocanadas de aire tibio bajo el dosel de verdura exuberante de los árboles. La alegría de vivir sacude el alma con soplo radiante de sensaciones nuevas, de aspiraciones informes, abiertas como capullos en eso momentos en que la savia circula bajo la vieja corteza de los árboles.
El río de gente aumentaba hasta formar masa compacta en la Alameda, frente a san Francisco. A lo lejos se divisaba las copas de los olmos envueltas en nubes de polvo luminoso y se oía inmenso clamor de muchedumbre, cantos en las imperiales de los tranvías, gritos de vendedores ambulantes:
– ¡Horchata bien heláa!
– ¡Claveles y albahaca pa la niña retaca!…
Aumentaban el desconcertado clamoreo muchachos pregonando sus periódicos, un coro de estudiantes agarrados del brazo entonando “La Mascota”; gritos de chicos en bandadas, como pájaros, o de niñeras que los llamaban al orden; ese rumor de alegría eterna de los veinte años. Y por cima de todo, los bronces de una banda de música militar rasgaba el aire con los compases de “Tanhauser”, dilatando sus notas graves entre chillidos agudos de vendedoras que pregonaban su mercadería en esa noche en que un costado entero de las Delicias parece inmensa feria de frutas, flores, ollitas de las monjas, tiendas de juguetes, salas de refresco, ventas de todo género. Cada tenducho, adornado con banderolas, gallardetes, faroles chinescos, linternas, flecos de papeles de colores, ramas de árboles, manojos de albahaca, flores, tiene su sello especial de alegría sencilla y campestre, de improvisación rústica, como si la ciudad de repente se transformara en campo con los varios olores silvestres de las civilizaciones primitivas, en medio de las cuales se destacara súbita la nota elegante y la silueta esbelta de alguna dama de gran tono confundida con estudiantillos, niñeras, sirvientes, hombres del pueblo, modestos empleados, en el regocijo universal de la Nochebuena.
– ¡Claveles y albahaca pa la niña retaca!…
Y sigue su curso interrumpido el río desbordado de la muchedumbre bajo los altos olmos y las ramas cargadas de farolillos chinescos, entre la fila de tiendas rústicas, cubiertas de pirámides de frutas olorosas, de brevas, de duraznos pelados, damascos, meloncillos de olor. Las tiendas de ollitas de las monjas, figurillas de barro cocido, braseros, caballitos, ovejas primorosamente pintadas con colores vivos y dorados tonos, atraen grupos de chicos. ¡Qué bien huelen esos ramos de claveles y albahacas! Tal vez no piensa lo mismo el pobre estudiantillo que estruja su bolsa para comprarlo a su novia, a quien acaba de ofrecérselo una florista. La muchedumbre sigue anhelante, sudorosa, apretados unos con otros, avanzando lentamente, cambiando saludos, llamándose a voces los unos a los otros, en la confusión democrática de esta noche excepcional. Por cima de todo vibran los cobres de la fanfarria militar… ahora suenan tocando a revienta bombo el can-can de la “Gran Duquesa”…
Sería cosa de las once de la noche cuando se detuvo un “vis à vis”, tirado por magnífico tronco de hackneys, frente al óvalo de san Martín, en la Alameda.”
Algunos datos de un autor santiaguino
Luis Orrego Luco (1866-1948), hijo menor de una familia aristocrática, se educó en Chile y en Europa, estudió leyes en la Universidad de Chile y se dedicó a la literatura, la crónica periodística, la política y la diplomacia. Escribía en el diario La Época, la Revista Artes y Letras y el periódico La Libertad Electoral, formó parte de la tertulia literaria que organizó Pedro Balmaceda Toro en el Palacio de La Moneda junto con notables como Rubén Darío, Manuel Rodríguez Mendoza, Alberto Blest Bascuñan, Narciso Tondreau, Daniel Riquelme, Alfredo Irarrázabal, Jorge Huneeus, Alfredo Valenzuela Puelma, Vicente Grez y Ernesto Molina. Participó en la Guerra Civil del 91 en el bando antibalmacedista y salió herido de las batallas de Concón y Placilla. Se casó en 1896 con María Vicuña Subercaseaux, hija del ex Intendente Benjamín Vicuña Mackenna.
La novela Casa Grande forma parte de un proyecto literario de gran amplitud, desarrollado entre 1876 y 1930 y llamado Escenas de la vida en Chile, en el que se inscriben las siguientes obras: “Plata Negra”, “En familia”, “A través de la tempestad”, “Un idilio nuevo” y “El tronco herido”. Bajo la idea de ciclos históricos, la obra de Orrego Luco es un serio intento por hacer un estudio de la evolución de la sociedad chilena a través de medio siglo.
Casa grande : novela / Luis Orrego Luco. 4a. ed. Santiago : Nascimento, 1973. 382 p.
Artículo publicado originalmente el 26 de diciembre del 2007