Una bomba revienta en un Santiago cada vez más explosivo. Transcurre Abril de 1973 y aunque ninguna de las detonaciones precedentes había provocado muertes, los asesinatos llegarán cuando los objetivos escogidos sean equipamientos e infraestructuras.
Los estallidos, que Víctor Jara denunciaba en Las casitas del Barrio Alto (El derecho de vivir en Paz, 1971), eran suficientes como para que centenares de santiaguinos durmieran a sobresaltos. Bajo la violencia aleatoria con que los perpetradores buscaban salpicar la noche, los recintos afectados por los atentados engrosaban una extensa lista de blancos.
La descarga de la tercera semana de Abril decapitó un monumento levantado con frente a la Municipalidad de San Miguel. A diferencia de las detonaciones ocurridas en domicilios, sedes o edificios públicos, el explosivo había sido instalado para guillotinar una figura en bronce que El Mercurio rebajó a la condición de estatua.
Erigido en honor a Ernesto Guevara, el monumento cercenado había sido encargado por la Municipalidad al artista Praxíteles Vásquez. Tito Palestro, jefe comunal desde 1967, venía liderando la suscripción popular que haría posible el monumento. Tres años después del fusilamiento de Guevara en Bolivia, Palestro veía completado un proyecto que tenía mucho de obsesión personal. Vecino e industrial juguetero, era hermano del diputado Mario Palestro, quien también era consanguíneo del ex alcalde Julio Palestro. Para todos los Palestro, socialistas e influyentes sanmiguelinos, la escultura representaba mucho más que un deber de memoria.
Conscientes de su poder simbólico, los explosionistas escogieron el cuadragésimo aniversario del Partido Socialista para destruir un trozo de arte comprometido. Algunas horas antes del atentado, varios miles de adherentes, simpatizantes e invitados especiales, habían convergido hacia el Estadio Nacional. La bomba, pensaban sus ejecutores, sería un contrapunto noticioso frente a la multitud convocada por la militancia socialista. Visto el momento en retrospectiva, pasarían décadas antes que el recinto de Ñuñoa recuperara la condición de teatro de masas en que la Unidad Popular lo había convertido[1].
Provocadora, pero también intimidante, la bomba del 19 de abril era imposible no relacionarla con una consigna sembrada en fachadas y tapias: Yakarta viene. La amenaza pintada en cientos de muros, cobró un simbolismo especial cuando los matutinos asociaron al descabezado con una de las mayores iconografías de la izquierda. Exitosos en su rutina destructiva, los paramilitares habían guillotinado muchísimo más que una figura inerte.
La localización escogida para el monumento, buscaba prolongar la producción muralista que había brotado en San Miguel. Más expresiva que realista, la iconografía inseminada por el muralismo político derrochaba elocuencia. Que Praxíteles Vásquez también fuera un consumado muralista, corrobora el interés por disponer una obra donde la escultura, pero también el friso, prolongaba la fuerza expresiva de la consigna mural.
La disposición urbana de la pieza buscó convertirla en una referencia para las masas. Fue funcional a dicho propósito la verticalidad del soporte arquitectónico –diseñado por Jobet, Pereda y Bonnefoy-, que elevaba la escultura hasta alcanzar cierta prominencia. (https://utopiamanagement.com/) Pero en vez de preferir un plinto contundente, pero inaccesible, la base, con forma de espiral, alojaba una rampa que permitía a cualquier visitante acercarse a la expresiva representación.
Pero tan importante como su localización y soporte, era la propia escultura. El gesto beligerante de un Guevara en tenida de combate, le otorgaba a la pieza un aspecto singular respecto a la estatuaria tradicional. Que la obra incluyera como elemento distintivo la reproducción de un fusil, abonaba a favor de un mensaje inequívoco: cualquier revolución que presumiera de socialista debía ser una revolución armada.
Más allá de vandalizaciones circunstanciales, desconocemos si la escultura experimentó agresiones antes del Golpe de Estado. Tal y como lo consigna Luis Hernán Errázuriz, la destrucción definitiva de la escultura se produjo hacia el 15 de Septiembre. En esa fecha, una patrulla militar auxiliada por un cable de acero, tumbó lo que todavía quedaba de escultura.
A diferencia del atentado de Abril, el derribo de Septiembre concitó la aceptación de El Mercurio. El matutino, en lo que podría ser entendido como un cruel paralelismo, consignó que los militares de la patrulla habían trasladado la estatua de Guevara a un lugar desconocido.
Para cuando la obra artística había sido definitivamente descuajada, la vida cotidiana de San Miguel era otra respecto a la de algunos meses atrás. Sobrevuelos, patrullajes, controles, detenciones, allanamientos y asesinatos, evidenciaban una intensa militarización del espacio terrestre y aéreo. Un panorama similar, aunque con grados diferentes de vigilancia y violencia, era posible de advertir en casi todas las comunas de la ciudad.
Mientras Santiago vivía bajo una represión inédita en amplitud y beligerancia, varios de los estandartes de una época contestataria, sufrieron resignificaciones y también destrucciones. La escultura a Guevara es un buen ejemplo de la profundidad de lo que algunos han llamado borramientos, pero que bien podríamos entender como revanchismo.
Con Yakarta en los muros.[2] Por Gonzalo Cáceres[3] y Rodrigo Millán[4]
[1]. Valentina Rozas viene estudiando dicho recinto de una manera tan renovadora como sugerente.
[2]. Versión abreviada de un artículo más extenso. Los autores agradecen los comentarios y aportes formulados por Alberto Gurovich, Osvaldo y Anahí Cáceres, Miguel Lawner y Tai Lin.
[3] Historiador y planificador urbano. Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales, Pontificia Universidad Católica de Chile.
[4] Sociólogo y planificador urbano. Escuela de Arquitectura, Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño. Universidad Diego Portales.