Rubén Darío en Santiago, hace unos 130 años. Por Luciano Ojeda

Rubén Darío, nacido como Félix Rubén García Sarmiento en Metapa, Nicaragua, el 18 de enero de 1867, llegó a Chile en 1886, a los 19 años. Salió de Nicaragua al mismo tiempo que hacía erupción el volcán Momotombo y llegó a Chile unos meses después de la muerte de Benjamín Vicuña Mackenna, uno de sus héroes intelectuales. El creador y principal promotor del Modernismo hispanoamericano, caracterizado por la expresión individual, la libertad y el anarquismo en el arte, estaría marcado por los eventos telúricos: una erupción volcánica, la muerte de un gigante.

Rubén Darío

Ya era un joven y talentoso poeta y buscaba en nuestro país conocer a los famosos hombres de letras que “hacían historia” por toda América. Quería conocer a Vicuña Mackenna, a Lastarria, a los Amunátegui y los continuadores de Bello. Conoció a Eduardo de la Barra, a Luis Orrego Luco, Manuel y Emilio Rodríguez Mendoza, Alberto Blest Bascuñán, Narciso Tondreau, Daniel Riquelme, Alfredo Irarrázabal, Jorge Huneeus, Alfredo Valenzuela Puelma y Ernesto Molina en la Tertulia de su amigo Pedro Balmaceda Toro, el hijo del presidente, que recibía a jóvenes poetas, intelectuales y escritores en el segundo piso de La Moneda.

El hijo del Presidente, el Poeta y los Dandis de La Moneda

Pedro Balmaceda Toro y Rubén Darío se conocieron en diciembre de 1886 por intermedio de Manuel Rodríguez Mendoza, en la redacción del diario La Época, espacio de reunión de los intelectuales liberales de la década del 80. El nicaragüense había leído un artículo de Balmaceda Toro sobre un poeta popular y quedó muy impresionado con la propuesta narrativa de Balmaceda, Darío opinó que el estilo del autor nada tenía de común con el de todos los escritores de entonces:

“No pude saber, por de pronto, quien era el autor de aquellas líneas deliciosas en las que la frase sonreía y chispeaba, llena de la alegría franca del corazón joven”.

Cuando se conocieron, Darío le confesó la admiración por su prosa y desde ese momento entablaron una estrecha amistad. Fue entonces que Balmaceda Toro enseñó al poeta nicaragüense las obras de los escritores europeos. Dice Domingo Melfi:

“El le facilitó los mejores libros, lo puso en contacto con los poetas más nuevos de Francia, lo interesó en las nuevas corrientes estéticas. Darío conoció la mesa de trabajo de Balmaceda. Sobre ella aparecían las últimas novedades europeas; allí estaban Goncourt, Richepin, Daudet, Mallarmé, Verlaine, Gauthier, las revistas artísticas, los cuadernos de los aguafuertistas más célebres, los nombres de los críticos mejores, en la cubierta de los libros valiosos que Darío, en su pobreza, no hubiera podido jamás adquirir»

Rubén Darío había ingresado a La Época con recomendaciones de Adolfo Carrasco Albano, que, además, le consiguió hospedaje en un rincón de la misma imprenta. En el círculo de los jóvenes literatos chilenos pudo acceder a la lectura de otros autores europeos, cuyas novedades llegaban regularmente al periódico: Émile Zolá, Pierre Loti, Guy de Maupassant; Benito Pérez Galdós, Armando Palacio Valdés, Marcelino Menéndez y Pelayo y Leopoldo Alas, hasta obras de los rusos Ivan Turgenev, Fedor Dostoievski, Alexander Pushkin y León Tolstoy. Y su pertenencia a este selecto grupo de jóvenes, los “Dandis de La Moneda”, incentivó su productividad literaria ya que el mismo medio le sirvió para difundir gran cantidad de sus cuentos, poemas y ensayos. Entre las muchas iniciativas de Pedro Balmaceda estaba la fundación del antiguo Ateneo de Santiago, el que fue conformado por algunos de los socios del Club del Progreso.

Pedro Balmaceda Toro

Los jóvenes literatos santiaguinos escribían en los diarios, publicaban sus primeras obras con prólogos de sus amigos e incluso se dedicaban los libros. Esa “juventud dorada” vivía al estilo europeo y el joven centroamericano tendrá que adecuarse al “dandismo” de sus nuevos amigos, cuya vida estaba centrada en el cuidado metódico de la apariencia personal además de todo aquello que se refería al ritual mundano y urbano. Esa vida tenía bien poco de austeridad y Darío lo resiente cuando recuerda su paso por Chile, en particular cuando debe cambiar su humilde indumentaria, considerada un pecado de lesa moda y asistir al taller del sastre más conspicuo de esos tiempos, Monsieur Pinaud, por recomendación explícita de su amigo Alfredo Irarrázaval Zañartu:

“vivir de arenques y cerveza en una casa alemana para poder vestirme elegantemente, como correspondía a mis amistades aristocráticas”

Darío, trabajó, durante los tres años que vivió en estos lares, en El Mercurio de Valparaíso, en el mencionado diario La Época en Santiago y estuvo de Inspector de Aduanas en el puerto.

El poeta en la ciudad

Santiago fue para Darío una ciudad fascinante, ya le habían dicho que tenía que venir a Chile aunque fuera nadando y se ahogara en el intento. Santiago inspiró muchos de sus poemas, cuentos y artículos. Frecuentaba el Parque Cousiño, el Cerro Santa Lucía, la Alameda de las Delicias, el Palacio de La Moneda y la Biblioteca Nacional. Aquellos lugares inspiraron sus obras más notorias del período chileno, incluso la más importante de ellas: Azul.

Conoció, aunque no lo menciona mucho, el Santiago atacado por dos epidemias de cólera entre 1886 y 1888, y por la asonada callejera de la primera huelga de  tranvías de abril de 1888. El Santiago sitiado por el cordón sanitario, medida tan inútil como cara, y por la instalación de lazaretos que las autoridades levantaron para minimizar el impacto mortal de la enfermedad, y el impacto de las élites ante la primera aparición masiva y violenta de las masas populares en el centro de la ciudad exigiendo sus derechos.

Preocupado de otros asuntos, Darío dará énfasis a los temas y aspectos de la ciudad que más le conmueven y le asombran. Así, en el prólogo a la obra de su amigo Narciso Tondreau, llamada Asonantes, publicada en 1888, Rubén Darío nos dejó algunas de sus impresiones sobre Santiago y los personajes de esos tiempos:

“Conocí, pues, por Robinet a Lastarria, en su estudio, rodeado de libros, anciano que parecía joven, quejoso del aprecio de su patria y convencido de la gloria de su nombre en toda América; amigo de la juventud, aficionado a hacer versos sin ser poeta, sabio amable, cabeza llena de laureles. ¿Quién no ha leído sus libros en América y aun en España?”

Amunátegui era otra gran columna. Una mañana pasando por la Alameda, soberbio lugar de palacios de piedra, estatuas de bronce y arboledas vastas, vi pasar un viejo meditabundo que iba con capa -allá donde nadie la usa-, un extremo de ella rozaba el suelo, y el hombre pensativo era saludado, y saludaba a su vez a todo el mundo. Era don Miguel Luis Amunátegui, el amigo de Bello.”

“Después vi a Valderrama en la redacción de un diario en que yo escribía; alto y grave, siempre de corbata blanca, conversador ameno, con todo, y su seriedad casi fría al parecer. A don Zorobabel Rodríguez, primer diarista chileno, y a Carlos Walker Martínez, talento admirable, orador fogoso, y a Lillo, les vi en el Congreso. Este último era Ministro. Tenía la cabellera toda plateada por los años. Y así, llegué a conocer a casi todos los de la generación que dio lustre al nombre chileno en la por desgracia concluida Academia de Bellas Letras.”

“La juventud en todas partes es atrayente, animosa, vencedora. La juventud santiaguina es así. Como en todos los grandes centros, sobre todo en la clase alta rica, entre las aficiones intelectuales y el sport, éste se lleva el mayor número. Y es natural: al empezar esta hermosa vida, el deseo de goce crece a cada instante, los sentidos triunfan, el dinero se ambiciona para satisfacer aquellos, la sangre bulle fragante y sana, el lujo atrae, y entre unos hexámetros de Homero y unos guantes crema o un sombrero de copa, se prefiere lo último. Así, no es de extrañar que el club de los mirlitons tenga más miembros que la sociedad científica o literaria, y que se vaya al hipódromo con más gusto que al Ateneo.”

“Luego, las exigencias del medio social; la moda; las distintas amalgamas conformes con las tendencias y modos de ser; los empleados de banco y los strugleforlíferos de la prensa; flirtation, y temperamentos; falta de estímulo; y, por último, el ejemplo de hombres ilustres en la miseria.”

Sobre la ciudad misma, Rubén Darío, tiene recuerdos destacables, agudos a veces, laudables y críticos a la vez. Es un observador crítico de la juventud y sus modas, aspira a parecerse a los jóvenes aristócratas a los que frecuenta y con quienes lee y comenta las últimas novedades de mundo literario:

Santiago en 1880

“Santiago en la America Latina es la ciudad soberbia. Si Lima es la gracia, Santiago es la fuerza. El pueblo chileno es orgulloso y Santiago es aristocrática. Quiere aparecer vestida de democracia, pero en su guardarropas conserva su traje heráldico y pomposo. Baila la cueca, pero  también la pavana y el minué. Tiene condes y marqueses desde el tiempo de la colonia, que aparentan ver con poco aprecio sus pergaminos. Posee un barrio de San Germán diseminado en la calle del Ejercito Libertador, en la Alameda, etc. El palacio de la Moneda es sencillo, pero fuerte y viejo. Santiago es rica, su lujo es cegador. Toda dama santiaguina tiene algo de princesa. Santiago juega a la Bolsa, come y bebe bien, monta a la alta escuela, y a veces hace versos en sus horas perdidas. Tiene un teatro de fama en el mundo, el Municipal, y una catedral fea; no obstante, Santiago es religiosa. La alta sociedad es difícil conocerla a fondo; es seria y absolutamente aristocrática.”

“Santiago gusta de lo exótico, y en la novedad siente de cerca de París. Su mejor sastre es Pinaud y su Bon Marché la casa Prá. La dama santiaguina es garbosa, blanca y de mirada real. Cuando habla parece que concede una merced. A pie anda poco. Va a misa vestida de negro envuelta en un manto que hace por el contraste más bello y atrayente el alabastro de los rostros, en que resalta, sangre viva, la rosa roja de los labios.”

“Santiago es fría, y esto hace que en el invierno los hombres delicados se cubran de finas pieles. En el verano es un tanto ardiente, lo que produce las alegres y derrochadoras emigraciones a las ciudades balnearias. Santiago sabe de todo y anda al galope. Por esto el santiaguino de los santiaguinos fue Vicuña Mackenna, mago que hizo florecer las rocas del cerro de Santa Lucía. Este es una eminencia deliciosa llena de verdores, estatuas, mármoles, renovaciones, pórticos, imitaciones de distintos estilos, jarras, grutas, kioscos, teatro, fuentes y rosas. Edimburgo es la única ciudad del mundo que en su centro tenga algo semejante, y por cierto muy inferior. Santiago posee una obra hecha por la naturaleza y por el arte. Ars et natura.”

“Santiago hace: libros y frases, nouvelles â la main. Su prensa es numerosa- y sus periodistas son pujantes, firmes en la polémica, peligrosos en las luchas. Hay un diario de modelo yankee, El Ferrocarril; los demás son más dados al “mecanismo” francés. El croniqueur por excelencia es Rafael Egaña. Las empresas periodísticas son ricas, pero algunas demasiado económicas. Raro es el diario que tenga permanentemente información directa del extranjero. En las redacciones se está, tijera en mano, esperando la correspondencia por correo transandino, para recortar lo mejor de los diarios del Plata; o si no, se hacen traducir los  artículos de la prensa europea que llega por el Estrecho.”

“Santiago paga poco a sus escritores y mucho a sus palafreneros. Toma el té como Londres, y la cerveza como Berlin. Es artística, ama las gallardas estatuas y los cuadros valiosos. Cincela con Plaza, con Blanco, y pinta con Lira, con Valenzuela, con Jarpa. Para sus hombres grandes tiene bronce y mármol. Santiago ha sido heroica y vibrante en tiempo de conmociones. Es ciudad que nunca será tomada. El roto santiaguino es vivaz, malicioso, ocurrente, aguerrido y cruel. El gamin es hermano del suplementero. De noche, Santiago es triste y opaca exteriormente. En sus salones ríe el gas en la seda y chispea la charla. “

2016-01-19T11:46:48-04:00 2016/01/19|