Por Roberto Ortiz
Era la segunda semana de agosto, pero del año 1888. Desde cada rincón de la ciudad de Santiago podía oírse como el rio Mapocho tronaba por la fuerza de un torrente que combinaba la inclinación del territorio al pie del macizo andino, con las lluvias de carácter monzónico de aquel invierno, uno de los más lluviosos que se han visto en esta ciudad. El oscuro serpentear que arrastraba escombros y troncos, como también malaventurados perros que caían en este caudal inusitado, siendo devorados por su furia atronadora, provocaba que los más devotos se persignaran mientras debían esquivar las turbias aguas que se desbordaban y comenzaban a fluir por el adoquinado de las calles más cercanas.
Agosto vino a cerrar un invierno que transformó para siempre el rostro de la ciudad, el aguacero fue la excusa para terminar el trabajo que ahogó en las turbias aguas del río uno de los íconos de la ciudad colonial. El puente Cal y Canto, levantado durante la segunda mitad del siglo XVIII había unido por más de un siglo ambas riveras del Mapocho, y ahora no tenía cabida en el desarrollo de la ciudad moderna, que los racionalistas planificadores urbanos decimonónicos trazaban en sus planos.
El actuar de la naturaleza supuso un dramático telón de fondo ante la caída de aquel puente, que en su plenitud imponente desenvolvía un lugar de comercio y tránsito, que unía el mundo popular de La Chimba con la ciudad consagrada.
Valentín Martínez, el ingeniero y profesor de la U de chile que lo botó, trató de exculparse ante lo lluvioso de ese invierno, pero un dinamitazo en junio ya había dejado el emplantillado de la rivera norte sin sustento.
Es así como el día 10 de agosto, ante un Mapocho que rugía y un puente debilitado, se congregaron centenares de personas, en su mayoría gente popular, para ver como el ingeniero daba la orden que provocó la detonación final que hizo hundir al puente. El estrépito fue acompañado de un grito unísono de desprecio contra el ingeniero; un profundo sentimiento abarcó ambas riberas del río, los cotidianos transeúntes sentían las lágrimas que comenzaban a desbordar sus mejillas, que cayendo se mezclaban con la profusa lluvia.